26 de diciembre de 2007

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Salir adentro, entrar afuera

No suena extraño para nuestra cultura occidental moderna circundar el tema de la velocidad en que vivimos y a la que estamos tan acostumbramos. La necesidad de transitar la vida a un ritmo acelerado, que no incentiva a la reflexión sino que obliga a estar en constante búsqueda del próximo paso, se convirtió en frecuente tema de debate. Se analiza, paradójicamente, la falta de análisis que la modernidad nos permite tener sobre nuestros actos cotidianos. El tiempo que pasa de manera casi imperceptible y las horas del día que no alcanzan. Todas son expresiones que se escuchan con frecuencia en la sociedad en general.
Aparentemente estamos cada vez más, queriéndolo o no, atrapados en la rutina que el presente nos entrega, lo que, teniendo en cuenta la supervivencia que requieren las condiciones de vida, tiene absoluta sensatez y es para nada reprochable. Haría falta una especie de apocalipsis que provoque un cambio profundo en el sistema para que nos permita un estilo de vida completamente diferente del que nos toca, y de todos modos no es el tema a tratar aquí.
Dando por sentado entonces esta manera de vivir, que por el momento está fuera del alcance de cualquiera cambiar, me pongo a pensar en cuáles son las soluciones –aunque sea momentáneas– que encontramos para que la situación no se torne intolerable, y así seguir reproduciéndola como venimos haciendo hasta ahora. En este contexto tratamos a ese momento de distensión, ese lugar que nos permitimos de vez en cuando para simplemente –y no tanto– pensar, como a una “escapada”, considerando al viaje una recurrente manera de llevarla a cabo. Hasta podría decir que el escapar es además una de las razones por las que más se viaja. Por supuesto existe también la curiosidad por conocer un lugar diferente, el interés hacia otro tipo de culturas, la simple utilidad cuando es un viaje con una tarea específica, entre otras miles de formas, pero en todas ellas también entra en juego el factor de la escapada.
Ahondando un poco más en lo que me refiero con este concepto, se trata no sólo del clásico viaje de fin de semana largo, que se espera con desesperadas ansias y se aprovecha como verdaderas vacaciones, sino de cualquier tipo de viaje que nos transporte a un lugar en el que no convivimos a diario. La escapada abarca por ejemplo un viaje que no tenga retorno, el huir definitivamente, algunas veces sin proponérselo de antemano; porque muchas veces se relaciona con una situación de la que intentamos escapar, y el marcharse del lugar en donde el problema ocurre parece ser lo primero que atinamos a hacer. La escapada no se refiere a un viaje transitorio, sino a un viaje como una solución. Una solución a un problema emocional. Y lo curioso que encuentro en este recurso es que implica principalmente una acción física. La escapada entonces es el viaje al que acudimos con el cuerpo para alejarnos de algo que nos aqueja emocionalmente. Pero la decisión de solucionar un problema mediante el viaje no necesariamente se piense de este modo. El término “huida” o “escape” pued e sonar una opción quizás desesperada, que no se toma en plena conciencia, sino que solamente se ejecuta como último recurso. Sin embargo son muchas las personas que, muy racionalmente, hacen uso de este mecanismo que junta en una ecuación a sus problemas con la idea de viajar, para así conseguir el resultado deseado. Un mecanismo tan simple como el de conseguir en un viaje la distensión necesaria para ver con claridad un conflicto, encontrar ese momento de reflexión que en el vaivén diario no tiene un espacio concreto.
Ahora bien, ¿es realmente necesario un viaje que implique un desplazamiento físico cuando lo que se necesita es un recorrido interno? ¿Es preciso ver las cosas literalmente desde afuera para poder entenderlas, o aún enfrentarlas? ¿Por qué creemos que el alejamiento nos brinda una perspectiva que en la fugacidad cotidiana no se alcanza? ¿O acaso lo que intentamos no es la claridad en el conflicto sino directamente huir de él? Si esto es así, ¿quién nos garantiza que los problemas no vuelven cuando regresamos a la partida, o que aquella tensión no se traslade con nosotros adonde sea que vayamos?
Si bien es muy frecuente utilizar el recurso de la escapada, no solemos cuestionarlo. No nos preocupa el motivo, la efectividad, simplemente huimos y volvemos a huir. Y si no podemos, desearíamos estar haciéndolo. Sin dudas los viajes son placenteros, nos enseñan, nos ponen a prueba. Pero dudo mucho que sean la solución a todos nuestros problemas. Porque en definitiva el alejarnos de lo que nos acompleja dista bastante de resolverlo. Por el contrario, podemos terminar en un autoconvencimiento por olvidarnos de aquello que molesta, dejándolo en ese lugar del que escapamos con el cuerpo, pero del que la mente no se aleja tan fácilmente.
Opino entonces que, sin dejar de fantasear con el viaje como experiencia, debemos desistir de pensarlo como un remedio mágico. Podemos tomarlo como un medio para alcanzar una reflexión que no encuentra lugar en el ajetreo corriente, pero sabiendo que esa reflexión depende completamente de nosotros y no del bronceado de la piel, o de cuánto entendamos la lengua de quien nos rodea en la calle. El cambio de aire puede ayudarnos a refrescar la mente, pero aquella mente debe querer ser refrescada. Y ya que no está en nuestro poder cambiar el modo de vida que nos es requerido, al menos tengamos la prudencia de cuestionarlo; y así no tener la excusa de ese viaje que nunca llega para ocuparnos de lo que merece ser ocupado.

Paula May

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