26 de diciembre de 2007

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SALIDA

Se escondía en su casa. Para ella era más como un refugio, ya no se acordaba de la última vez que había salido. Estaba más a gusto ahí que en cualquier otro lado. En realidad la preferencia era una excusa, mala por cierto, para no tener que salir, no interactuar con nada ni nadie. Tenía la extraña idea de que no le caía bien a nadie ahí afuera, y por ende nadie le caía bien a ella. Pero ya ni se acordaba cómo es que había surgido esa sensación. A lo mejor un día, entre el tumulto de gente, alguien la aplastó un poco, o le fue descortés. Más allá de la razón, lo importante es que no quería salir. De todas las opciones que tenía, estaba convencida de que esa era la mejor. El miedo al afuera no es algo fácil de enfrentar. Tiene un nombre de fobia, pero es demasiado complejo para recordarlo, y no viene al caso; todas suenan parecido y al final no se logra distinguirlas. Además, le caía mal lo arrogante que es la gente, que se lleva el mundo por delante. Para ella todos son así. O mejor dicho, comparados a ella. A esta altura ya no se animaba a salir ni siquiera en busca de comida. Por el momento se arreglaba con lo que tenía al alcance. Pero el hambre no era su mayor enemigo en esta instancia. Miraba hacia fuera, observaba a todos y sabía que nadie la veía, pero cualquier mirada que la enfocaba, era razón suficiente para su sobresalto.
Aquel día, como todos, se había decidido a salir. Estaba convencida de que por fin iba a enfrentar sus miedos. En principio, pensaba, debía dejar de llamarlos miedos, o sería un constante recordatorio de sus limitaciones. Entonces decidió resolver el asunto diciendo sencillamente “salgo un rato y vengo”. Así, como si avisara a alguien que la espera con la comida. Comida, no; no había que pensar en comida porque daba hambre. Volvamos a la frase entonces. Es elemental el verbo final. Ese “vengo” indica que no sólo iba a lograr su cometido sino que además volvería sana y salva. Triunfo total. Sólo quedaba decidir cuándo. Se acercó a su ventana, lo más escondida posible –que ya era una costumbre, no hacía falta ni proponérselo–, miró hacia abajo, al suelo, y le dio vértigo. Se alejó lo más que pudo, e intentó calmarse. No se podía echar atrás ahora. Aunque a lo mejor ya era suficiente avance, y debía esperar un día más para tomar coraje. No. Si dejaba pasar el momento, se iría con él esa sensación, ese ánimo, que por alguna extraña razón la invadía aquella mañana. Es ahora o nunca, se dijo. Y al instante se arrepintió de una frase tan drástica, porque si no lo hacía, se quedaría con el “nunca”. Podía cargar con la culpa de no alcanzar su meta ese día, pero no podía resignarse por adelantado por todos los que siguieran. Se quedó solamente con el “Es ahora. (Punto)”. ¿Pero qué significa eso específicamente? Volvió a asomarse, casi olvidando el episodio del vértigo y miró ahora hacia arriba. Una nube pasajera se instaló justo encima. Ah, no. Si va a llover, no. Había encontrado la excusa perfecta. O había encontrado cualquier excusa, y ya era suficiente. ¡Cuán traumático puede ser para la primera salida, con todo lo que eso implica, tener que lidiar además con la lluvia y hasta probablemente rayos y truenos! No, evidentemente el cielo le estaba manando una señal. Todavía parada frente a su ventana, haciendo todo tipo de gestos y refunfuñando, una luz intensa la encandiló y obligó a cerrar los ojos bien apretados. Era un rayo de sol que asomaba gradualmente, al tiempo que la temible nube se alejaba. Se corrió de la abertura, desilusionada. No sólo no tenía razón, con lo que odiaba no tener la razón, sino que se había quedado sin excusa. Ya no le quedaba alternativa, incluso ahora más que nunca, como castigo por haberse llenado la boca con pretextos que ni ella se creía. A pesar de todo, no era tan fácil, y eso lo tenía bien claro. Nunca había sido impulsiva, y aquel no era el momento de empezar. Intentó racionalizarlo una vez más: ¿qué le podría pasar si salía? En su cabeza las respuestas se abarrotaban, pero ella decidió no escucharlas y, en cambio, sincerarse. No lo sabía. Lo que más le asustaba era no saber qué podría pasarle, y no era lo suficientemente valiente como para descubrirlo.
Inmediatamente se replanteó aquella teoría. ¿Quién dijo que no era lo suficientemente valiente como para descubrirlo? Miró a su alrededor, nadie que la desafiara. Claro que no. Era ella contra su propia conciencia. Y esta vez quería ganar ella. Demostrarse que podía ser valiente, tener coraje y salir de frente a la batalla. ¡Como una reina! Habrá que ver si los reyes no pasan días y días agonizando con la idea de salir a lograr su cometido; si no les aterra lo que pueda pasarles ahí afuera, lejos de las comodidades de su reino. No todos pueden ser valerosos. Pero ella sí. Ella sería la reina que liberase a sus súbditos del encierro y alentase, a sí misma y a todos, a vencer los miedos y salir a la intemperie. ¡Ahora la responsabilidad por todos los seres indefensos era suya! Asumió el rol que le correspondía, que le había sido predestinado. Claro que sí. Era el momento, no había vuelta atrás, ni aunque quisiera. Ya llevaba a cuestas la libertad de todo un pueblo. “¡Viva la reina!”, exclamaba, “¡Viva la reina!” repetían a coro las voces del mundo que retumbaban en su cabeza.
Y así, al grito de batalla, una gran legión de abejas obreras disparó sin vacilar rumbo a la salida del panal. El entusiasmo no cesaba, los zumbidos eran estridentes y dinámicos, opacando cualquier otro sonido que intentara hacerse oír.
Y ella, la abeja reina de la colmena, esperó entusiasmada hasta que la última hubo abandonado el refugio. Por fin, se apartó de la puerta y suspiró aliviada. “Mañana, mañana sí que salgo.”

Paula May

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