26 de diciembre de 2007

35

El cerezo japonés.

El día estaba soleado. Había un leve viento que aminoraba el calor del sol. Gertrudis se preparó, como todos los jueves a la tarde, para ir a dar un paseo por el Jardín Japonés. Como todos los jueves a la tarde, buscó su radio que siempre dejaba preparada el miércoles a la noche sobre la mesita ratona que estaba junto a la puerta; justo debajo de la pintura que más le gustaba de toda la casa. Como todos los jueves a la tarde, vestida con ropas de colores brillantes pero cálidos, eligió del frutero una fruta para comer en el camino de ida. Luego, como todos los jueves a la tarde, tomó las llaves que colgaban cuidadosamente del porta-llaves de cerámica. Como todos los jueves a la tarde, mientras abría la puerta, su gato se acercó para despedirla; ella lo acarició brevemente con sus manos precisas y siempre con restos de óleo. Finalmente, como todos los jueves a la tarde, con radio en mano y una sensación de calma agradable, cruzó la puerta y se encaminó al jardín.
-Buenas tardes Pablo, ¿Qué tal la fruta hoy?
-¡Estupenda señora Gertrudis! Las mandarinas están especiales. ¿Desea que le guarde algunas?
-Si eres tan amable, Pablo. Paso por ellas cuando regreso a casa.
-No hay problema, aquí la espera el mejor kilo de mandarinas.
-Muchas gracias.
La gente siempre era muy solidaria en aquel barrio que se resistía al cambio. Mantenía las costumbres de los años en que Gertrudis era joven y recién se había mudado allí. Había adorado el viejo barrio por eso. Los vecinos se saludaban por la calle; se juntaban a charlar en las veredas tomando mate; los hombres se juntaban en la plaza a jugar al ajedrez; las mujeres se sentaban en los bancos a tomar sol; los niños jugaban sin preocupaciones. Allí los hijos de unos eran cuidados como propios por todos los demás. Gertrudis, que no tenía hijos propios, abría las puertas de su casa a todos los pequeños que desearan pasar y escuchar a la joven Gertrudis leerles algún cuento, pintar con sus acuarelas, o escuchar en la radio música clásica.
Caminaba a paso lento, mordiendo la manzana que había elegido detalladamente por su forma impecable y su perfecto color carmín. A medida que avanzaba no podía resistirse a mirar a los costados, ver el entorno, encontrar panoramas interesantes por doquier. Su andar era calmo. Su mirada se perdía fácilmente.
Llegó con sosiego a la parada del colectivo. Sacó las monedas (una de 50, una plateada de 25, y otra dorada de 5 centavos) y esperó a que el transporte llegara. Por suerte el 37 nunca venía demasiado lleno. Encontró un asiento libre bien atrás y se sentó. Desde allí, miraba por la ventana como hacía cada vez que se subía al colectivo. La hipnotizaba esta actividad; adoraba mirar hacia afuera mientras el colectivo avanzaba. El recorrido estaba lleno de plazas y espacios verdes; sus preferidos.
Unos cuarenta minutos mas tarde, se paró, tocó el timbre, y aguardó a que el 37 frenara. No pudo evitar ver que el señor a su lado, que también bajaba en esa parada, tenía en sus manos un reluciente libro gordo, con la foto de un joven buen mozo en la tapa. Sonrió. Momentos después se bajó y comenzó a caminar nuevamente.
-¿Qué tal Gertrudis?
-¡Mariana! Hacía tiempo no te veía por aquí.
-Es verdad. Me asignaron la entrada nuevamente. Lindo día, ¿eh?
-¡Bellísimo! Que bueno verte de nuevo.
-Si, yo también me alegro. ¡Ah! Ayer escuchaba la radio en casa y me acordé de vos. Encontré el programa que vos siempre escuchas de arte. Hablaron de una nueva exposición de pintura que va a haber en el Malba; traen una colección de pinturas japonesas. Pensé que podría incesarte.
Mientras Gertrudis recibía su vuelto contestó: ¡Sí! Escuché de ella. Estoy ansiosa por que se estrene; el miércoles que viene voy a verla.
Gertrudis se alegró de ver a Mariana otra vez en la entrada del jardín. Hacía tiempo que la habían cambiado de sitio y no la veía. La joven le simpatizaba; siempre se quedaban charlando un buen rato hasta que Gertrudis entraba.
Al fin en el jardín. Dio unas vueltas mirando a su alrededor, cruzó los puentes, pasó por el Damero, y luego se sentó en su banco preferido. Estaba frente a la isla, con el lago de por medio, y un arbolito de cerezo a los pies del agua. ¡Como le gustaba ese paisaje! Era tan calmo, tan armonioso, pero tan lleno de vida. Las flores del cerezo la hacían feliz.
Prendió la radio. Sus manos eran hábiles y diestras con las cosas pequeñas. No le costó encontrar la estación que le apetecía escuchar ese día. Estaban transmitiendo un programa sobre literatura. A Gertrudis le encantaban esos programas; leer era otro de sus grandes pasatiempos. Le tenía especial cariño a esta actividad y de joven se pasaba horas enteras detrás algún libro. Siempre encontraba momentos para leer, por más que estuviera cuidando a algún vecinito, mientras cocinaba, o incluso entre sus horas de trabajo.
-…o no Alejandra?
El locutor hablaba entusiasmado, su compañera de los jueves hacía comentarios breves también. Pero ese jueves en particular, no estaban solos. Tenían un invitado: un escritor con poca trayectoria pero que parecía prometer mucho. Había escrito una novela años atrás, pero no había tenido éxito. Esta vez, en cambio, su segunda novela titulada “Cerezas japonesas”, fue descubierta por una editorial que publicó miles de copias que fueron vendidas considerablemente rápido.
-¡Es una novela fabulosa! En mi opinión, lograste un manejo exquisito de los personajes.
-Alejandra tiene mucha razón. Ignacio, me sorprende el salto cualitativo que hiciste de una novela a otra. La tarma es de una simpleza que logra envolver al lector con facilidad, y aun así, se trata un tema íntimo y conmovedor para todos, como es la continuidad de la vida a pesar de la soledad. Dinos, de dónde surgió la idea, que fue lo que te inspiró.
-Es una historia curiosa, Emilio. Resulta que al terminar mi primera novela, “La flor de papel”, no me sentía satisfecho. Si bien le tengo mucho cariño por ser la primera novela que publiqué, no creía verme tan reflejado o representado por ella como deseaba. Estaba ansioso por comenzar a recorrer un nuevo camino, escribir una nueva novela. Pero ninguna idea que cruzaba por mi cabeza me parecía suficientemente buena. Fueron unos años donde la frustración…
A Gertrudis se le resbaló la radio de las manos. ¡Que torpe!, pensó. No le agradaba la torpeza y mucho menos en ella. Se inclinó rápidamente para recoger la radio, no quería perderse un solo instante de la nota. Mientras tomaba el aparato, de la cartera se le cayó su lápiz de dibujo que, luego de enojarse consigo misma nuevamente, lo agarró y lo guardó. Otra vez estaba sentada escuchando la entrevista a Ignacio Sotera.
-… escribir nuevamente?
-Un día volvía a casa y en la puerta me esperaba un paquete. No tenía nombre, ni dirección, ni ningún otro tipo de explicación. Solo decía “Ignacio”. Le pregunté a mi mujer si había escuchado algo durante el día, pero estaba tan sorprendida como yo. Con mucha curiosidad, abrí el paquete que contenía un cuadro. Una pintura con colores brillantes pero cálidos. Un paisaje de un jardín. Me conmovió tanto que de ahí surgió “Cerezas Japonesas”…
Gertrudis estaba feliz. Su pintura le había gustado al joven Ignacio. A ese pequeñín que tantos días había cuidado mientras sus padres viajaban o salían a pasear. A ese pequeñín que le leía tan a menudo, y que la acompañaba mientras ella pintaba sus minuciosos cuadros. Su pintura del único cerezo del jardín, que para ella representaba la continuidad de la vida a pesar de la soledad, lo había inspirado a escribir una novela. El día no podía ser más perfecto.

Amparo López

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