26 de diciembre de 2007

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Sin regreso

El hecho sucedió en un viaje, un viaje que empezó en Buenos Aires, siguió en Córdoba y concluyó en la Rioja. Eran las vacaciones de invierno de una familia. Ellos habían encontrado la calma, dejando atrás todo un año de sacrificios, de cansancio y de pérdidas. Eran cuatro: un hombre de 42 años sumamente osco, una mujer de su misma edad, una adolescente y un niño de 10 años llamado Emmanuel.

DOMINGO 29 DE JULIO

Hoy nos levantamos a las 7:00 a.m., desayunamos unas rosquitas de grasa típicas del lugar en el Hotel La Victoria, ubicado a unos metros de la ruta 38 en la ciudad de Chamical.
El día estuvo radiante, aunque corrió un fuerte viento. Manu estuvo con mucho sueño, ni bien se subió a la camioneta se durmió. Mamá también estaba cansada así que se fue al fondo del vehículo a recostarse en los asientos, mí papá y yo estábamos más que despabilados, así que yo tomé el rol de copiloto y lo acompañé con unos ricos mates. También filmé partes de la ruta donde el territorio llano empezaba a desaparecer y, en su lugar, las rocas lo invadían todo. Alrededor de las 13:00 bajamos a tomarnos algunas fotografías; la más significativa fue la que tomó papá -nunca lo había visto así- sus manos temblaban y sus ojos brillaban al igual que el resplandor del sol. Caminamos un rato para estirar las piernas y decidimos seguir camino.

Durante semejante viaje transcurrieron tantas cosas. Cosas que la adolescente volcaba en unos papeles amarillentos por el tiempo. Se la podía definir como cualquier persona de la ciudad del Talar, calma y de pocas palabras. Era estudiante de la Facultad de Letras de la UBA. Era una persona que no luchaba por nada, siempre bajaba los brazos y daba la espalda a los problemas. Se escondía tras sus palabras. Llevaba un diario minucioso del viaje y de sus secretos. Describió la llegada al Talampaya sumergiéndose entre los papeles. Su padre se destinaba a observarla porque la lapicera no descansaba.
Desde que hicimos la primera parada en aquel bello lugar no puedo imaginar el Talampaya, ¿Cómo sería? Las imágenes que había visto en las paredes del Hotel La Victoria habían llenado todas mis expectativas. ¡No podía esperar más! Manu estaba más que ansioso, no paraba de preguntarle a mamá -"los paredones de color rojo ¿son grandes?". Estábamos admiradísimos de lo que veíamos. Decíamos -"mira, mira"-todo el tiempo. Era increíble, de un lado de la ruta había un paisajes y, del otro, otro sumamente diferente. Las formas de las piedras nos hacían volar la imaginación, Manu afirmaba que parecían animales gigantes, autos y miles de formas más. Nosotros asentíamos. Yo no podía dejar de captar las imágenes en la cinta, el lente no podía tomar todo, no captaba las intensas sensaciones. No nos faltaban ganas de llorar.
Ese lugar era parte de nuestro país y ahora parte de nuestros recuerdos.
Esta última frase rompía con lo que su coraza externa ocultaba. A fin de cuentas, era sensible y le importaban las cosas solo que las escondía de tal forma que nadie sospechaba. Pero había algo más...
En la siguiente hoja siguió relatando lo que veía lo que sentía de aquel majestuoso lugar de en sueños.
No puedo creerlo. Cerré los ojos y ahí estaba, ya no se sabía lo que iba a pasarnos. Estábamos dentro del parque. Ese lugar sagrado para los antiguos, revelador de secretos de la vida terrestre de hace millones y millones de años nos abría sus puertas. Manu parecía un calco pegado a la ventanilla y yo estaba cerca de estar igual, mamá y papá se sumergían en un grato silencio esperando poder bajar.
Una vez puestos los cuatro pares de pies en el suelo colorado sacamos las entradas para la excursión. Subimos al trasporte asignado y todo comenzó. Sentía que el Talampaya era guardián de miles de secretos, secretos que se esconden en el atractivo de sus paredones. Pero no es lo único extremadamente "súper" -como diría Manu- sino que hay un valor fundamental, tiene que ver con la conservación de tal lugar por medio de su consagración como patrimonio mundial.
Otra de las cosas que retumbaba en mi cabeza fue que esas tierras consideradas un museo arqueológico albergaron a hombres. Ellos vivieron en cuevas, enterraron a sus seres queridos y dejaron huellas de su cultura en las rocas.
Cada vez que avanzábamos más por aquel sitio, forjado hace miles de años, siento que tanto los científicos como los viajeros registran una inmensa veneración.
Veneración a una tierra que esconde historias como las que esconde ella. Pero no es el momento de hablar de eso.
La arena arrastrada por el viento y el agua moldearon las piedras y los hombres las bautizaron como El Monje, La Catedral entre otras.
En la descripción que hacia (solo yo lo sé) el significado de antepasado abría grietas en su corazón. Abría el recuerdo a una pérdida, pérdida que el viaje quiere hacer olvidar. Seres, o mejor dicho, un ser querido al que extrañaba y ha perdido.
Cuando salimos del Parque, sinceramente no nos queríamos ir. Papá había parado el vehículo a unos metros de la entrada de troncos tallada. Aquella tarde, mirábamos por última vez al Talampaya…
Se le cruzó en la cabeza que era mentira, que era un sueño pero realmente era cierto. La familia Ruiz había pisado aquel suelo desértico, de escasa vegetación y hogar de 120 especies de animales. A ella le vino extrañamente, como el viento y sus susurros que vienen y van, una frase de Cecilia Guichal a la cabeza: "hay palabras que tienen la capacidad de despertar imágenes desde algún lugar desde algún deseo y del misterio para comunicarlas con el plano de las ideas, los conceptos y con el territorio de los hechos y de la acción".
Espero poder guardar este deseo llevado a lo real en lo más recóndito de mi mente…
Pensó y pensó durante mucho tiempo como decir la verdad.
Aquella noche, llegábamos a Villa Unión.
¿Qué verdad? ¿Para quién era ese secreto? Entremezclado con el paisaje y con las emociones, había algo que la inquietaba. Era un recuerdo que sumergido entre sus palabras buscaba un escape.
Una persona de setenta años, calva a la que ella ama desde que nació. Él la acompañó en sus primeros pasos. Fue quien la vio perder su primer diente y la vio crecer. Ese hombre que a pesar de sus pesares remó en la arena de un desierto pesado para estar a su lado. Por eso, significa, para la familia, y más, para ella, un lazo, que en un abrir y cerrar de ojos, se rompió.
Una enfermedad, que lo devastó en poco tiempo. Tuvo que dejar de trabajar de lo que más amaba, vender flores en Puente Saavedra. Tuvo que vivir con una familia que lo despreciaba; esperando por los fines de semana cuando la familia -que ahora viaja para olvidar- lo buscaba para cuidarlo y darle los gustos como si fuera un niño. Era el abuelo Carlos, florista y tanguero que se recostaba a causa de su enfermedad mientras que su nieta y Manu -como lo llama ella- se acostaban a su lado escuchándolo reír y tararear los tangos de Gardel. Era el ídolo de ellos y de los amigos de sus nietos. Los domingos venían todos a visitarlo y a escuchar sus anécdotas. Pero por las vueltas de la vida los dejó y su perdida fue tan grande que ahora los recuerdos son la única forma de atesorarlo.
Llegamos a Villa Unión, un pueblo cercano al Talampaya.
En Villa Unión la gente se hospeda generalmente, ya que es lo más cerceno en aquella zona desolada.
El anochecer trajo el frío y el frío hizo que decidiéramos quedarnos en la cabaña a descansar. Nos libramos entre los sueños a recordar pero ese recuerdo, no es recuerdo, es la imaginación que me hizo crear una jugarreta. Como dijo Guichal: "hay palabras que tienen la capacidad de despertar" serranías bajas y cañones que nunca pise o pise con el pensar. Las palabras fueron y serán el punto de un viaje metafórico.
La llegada a Villa Unión invocaba al anochecer. Ellos cerraron sus los ojos, viendo la inmensidad de la pre cordillera y el Talampaya desde lo alto, como un cóndor, con las alas extendidas, en pleno vuelo, atravesaron el silencio de la fría noche. Escuchaban el resoplar de las voces quechuas y diaguitas que avanzan obstinadamente contra el viento, llevando el recado de una historia de tierras rojas y monumentos naturales. Pero no sólo el lugar con sus idas y venidas los acompañaba sino que su abuelo cada vez se hacia más latente en sus pensamientos. Constantemente lo veía. Llegó a pensar en que el dolor que sentía la estaba volviendo loca.
Al despertar al día siguiente, todos estaban sumamente descansados, menos ella que se notaba agitada.
- ¿Qué es lo que te sucede? - le preguntó el padre de forma seca y sumamente seria. Ella se cruzó de brazos y respondiendo de forma más que natural y apacible dijo:
- Nada.
El padre tomó la respuesta como aceptable y decidió quedarse un día más en aquel bello lugar.
Paraban en unas cabañas pintorescas que tenía una bella vista a los cerros rojizos. El sol se posicionaba en el centro del cielo y ellos decidieron emprender el viaje para conocer más de la ciudad. El primer punto de su exploración como turistas fueron unos cerros donde el niño se puso a trepar con su padre mientras, las dos mujeres los observaban desde el suelo. La madre sacaba fotos y ella solo miraba a su alrededor y se entremezclaba en el silencio. Aquel silencio la ahogaba, la provocaba, pero como siempre prefería callar ¿Hasta cuándo soportaría lo que le pasaba? No podía guardarlo más. Cerraba los ojos y continuaba con el paseo.
La parte masculina del grupo descendió de lo más alto y propuso seguir. Ellas aceptaron sin chistar y su próxima parada fue un río a muy pocas cuadras de donde estaban. Al llegar allí se sentaron a las orillas de él y empezaron a picotear una rica picada. La única que no se les unió fue la adolescente que con simples excusas se rehusó a comer. Los de más no tomaron importancia al hecho de que no comiera. Pero había algo que obviamente generaba mala espina.
Ella no paraba de observar todo el paisaje que la rodeaba y escribir todo lo que se le cruzaba por la mente. La familia lo veía como algo normal de todos los días. En ese momento algo le vino a la mente, una imagen de una niña sentada en la falda de su abuelo mirando el río. Sus ojos se llenaron de lágrimas, con sus brazos se apuro a secárselas para que nadie sospechara y sin pensarlo forzó una sonrisa.
Para distraerse se puso a jugar con su hermano a la pelota, estuvieron largo rato hasta que el padre decidió seguir con el paseo a una ciudad cercana llamada Patquia. Esta estaba repleta de viñedos, que por no ser la época de cosecha, se veían amarillentos y sin una sola uva. Allí pararon en la casa de un hombre que vendía vinos pateros.
A la mañana siguiente, Marina no estaba. No la encontraban por ningún rincón de la casa. En la madrugada subió a la sima más cercana, abrió sus alas y voló como los cóndores sobre los altos cañones tallados por el viento.

Eliana Ruiz

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