10 de diciembre de 2007

27

El Impacto

Con la mano todavía sudada y dolorida salí del edificio sintiéndome una cucaracha.
Un poco mareada, caminé hasta la estación pensando en la última pregunta del cuestionario. Estaba incompleta, yo sabía que los nervios me habían jugado en contra.
Saqué de mi mochila los clasificados y mientras esperaba el tren, me puse a marcar otras opciones de trabajo. Esta oportunidad la había perdido, otra vez.
Era temprano, por lo que sabía que no sería tan difícil subir al tren. Llegó y las puertas se abrieron, entré y me ubiqué con rapidez en un asiento vacío.
No sabía que diría al volver a casa. Tenía miedo que mi papá se enojara conmigo por haber echado a perder una posibilidad de trabajo, más aún teniendo en cuenta que él me había hecho la recomendación. Sin embargo el problema mayor no era él, sino mi mamá. Hace ya dos años que terminé el secundario. “Si no vas a estudiar anda buscándote un trabajo”. Me lo dijo días después de egresar. Ella siempre fue muy dura conmigo, mucho más que mi papá que siempre me consintió mucho, tal vez demasiado. Los dos eran una gran presión para mí.
Estaba llegando a la estación de Morón cuando sonó el teléfono celular. Miré la pantalla y vi quién me llamaba: “Sebas”. Mi mejor amigo no lo sabía, pero cuando él me llamaba siempre me aparecía un corazón con su nombre. Nuestra amistad comenzó hace ocho años, siempre estuve enamorada de él, pero nunca me anime a decírselo.
Cada navidad, cada cumpleaños, cada ocasión especial pensaba que ese sería el momento indicado para decirle la verdad. Pero nunca lo hacía y me terminaba yendo a mi casa con una sensación horrible de vacío, la misma con la que me estaba volviendo ese día de la nefasta entrevista de trabajo.
“Hola Sebas”, dije con naturalidad, ocultando los nervios que aparecían cada vez que me llamaba. “Hola Cami, ¿Estas ocupada?, te quería pedir algo”. Le dije que estaba volviendo a mi casa cuando me interrumpió, “¿Podes bajar en la estación de Castelar e ir para el paredón donde hice el graffiti la otra vez? ¿Te acordás que te lo señalé el otro día desde el tren?” Le dije que si pero no me permitió preguntarle para que quería que hiciera eso, cuando comenzó a hablar nuevamente, estaba raro, nervioso. “Andá para el paredón, cruzá las vías y lee lo que esta adentro del sobre que está pegado al graffiti. Cuando termines llamame”. “¿Es una broma?”, le pregunté. Él ya había colgado.
Al llegar a la estación de Castelar bajé sin dudarlo y llamé a mi mama para avisarle que llegaría mas tarde. Le hablé con rapidez, no quería que me preguntara sobre la entrevista. Colgué y apague el teléfono. Ella ya me había arruinado muchos momentos lindos en mi vida y yo sabía que algo importante estaba por suceder. El llamado de Sebastián me había dejado muy ilusionada. Mi imaginación me estaba jugando una mala pasada: ya no lograba distinguir lo que él me había dicho en realidad, de lo que yo había escuchado. Dudaba de haber aceptado ir y exponerme. Si era una broma me enojaría mucho. ¿Y si no? ¿Si en realidad de verdad me tenía que decir algo importante?
Decidí no pensar más y buscar el graffiti. Me estaba acercando al lugar que me había indicado mientras recordaba los pasos que me había marcado: cruzar las vías, buscar el sobre, leer lo que había adentro y llamarlo. Cuando lo encontré me acerqué lentamente a las vías, cuidando mis pasos y aguantando las ganas de darme vuelta para ver si él estaba ahí, observando mis movimientos.
Eran las cuatro de la tarde y el sol hacía brillar los rieles como filosas cuchillas. Del otro lado, en oposición a la vistosa callecita arbolada, la tierra negra y la basura casi no se distinguían una de la otra. El paredón blanco desentonaba con la suciedad del piso y en el centro el graffiti colorido obligaba a quien pasara por el lugar a notar su presencia.
El paisaje se encontraba desolado. Detrás de mí el silencio era escalofriante y la posibilidad de que él estuviera allí mirándome me incomodaba mucho.
Fue entonces cuando ví, pegado en el medio del paredón, el sobre blanco. Brillaba tanto que casi dolía verlo fijamente. Desde mi posición se divisaban las cintas que lo pegaban a la pared.
Los nervios me envolvieron y me paralicé. Mi cuerpo se quedó inmóvil mientras en mi cabeza miles de imágenes confundían mis pensamientos. ¿De qué se trataba todo esto? ¿Qué había dentro del sobre? No podía evitar sentirme ilusionada. Ya no me importaba nada: la entrevista de trabajo y la preocupación por mis papas habían quedado atrás. Estaba tiesa sobre los rieles y mis piernas no reaccionaban.
“¡Camila!”, escuche de repente. Parecía una voz del mas allá, un sonido que venía con el viento desde muy lejos. Con fuerza me di vuelta sobre mi eje y lo vi, con un ramo de flores en las manos y una expresión de pánico.
Su mirada estaba paralizada, casi tanto como mi cuerpo. Pude ver con claridad como una lágrima le corría por la mejilla y me preocupé. Seguí lentamente la dirección de su mirada: no me estaba mirando a mí, sino que sus ojos apuntaban a mi derecha.
Moví lentamente mi cabeza hacia esa dirección, intentando seguir su mirada. Entonces pude verlo, enorme, imponente, estaba muy cerca… demasiado. El brillo de los rieles bajo mis pies me encegueció por un instante, ya no pude divisar nada. Sentí en todo mi cuerpo el impacto, mientras las lágrimas rodaban en sus mejillas.

Camila Müller

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