10 de diciembre de 2007

28

Nunca se consideró una persona cerrada o rutinaria. Sin embargo una mañana, una brisa y una luz desconocida le hicieron cambiar esta concepción sobre si misma.
El viaje de ida al trabajo era en tren a las 7 de la mañana, y la vuelta en auto con una amiga de la oficina.
Ella siempre odió el tren, pero luego de 3 años aceptó que era necesario para poder trabajar, y compensaba su enojo evitando ese transporte el resto del día. Solo una vez por día, cinco veces a la semana y listo. Ni siquiera le era necesario viajar a través de todas las estaciones, dado que se subía en Merlo y se bajaba en Liniers.
“Me gusta demasiado dormir y prefiero entrar a la fuerza al tren que levantarme más temprano y viajar en colectivo”, me dijo una vez que le pregunté sobre su quehacer matutino.
Y así era como todas las mañanas se empujaba, entre trabajadores y estudiantes para entrar al último vagón del Sarmiento. “En el último vagón porque me queda más cerca de la salida de la estación”, respondió otra vez ante mi curiosidad.
Dentro del tren solo podía percibir la oscuridad, y el ahogo. Pero la consolaba saber que era solo por unos minutos.
Una tarde otra amiga me contó de las maniobras que realizaba diariamente para viajar al igual que ella, en el tren de las siete de la mañana.
Más allá de la sorpresa por su perseverancia cada mañana hubo algo de lo que me contó que no me pareció tan loco, y pensé en proponérselo a ella. La idea consistía en viajar en sentido contrario solo dos estaciones hasta la terminal y poder así viajar sentada, durmiendo tal vez.
“¡¿Durmiendo?!” me dijo exaltada. No lo podía creer, nunca pudo imaginar que dentro de esa sofocante realidad matutina se pudiera dormir.
Dos días después de nuestra charla, luego de mucho pensar lo intento. Cuando esa mañana el tren llegó a la terminal pudo ver bien, por primera vez, el interior del vagón. Se quedó por un momento observándolo; la forma de los asientos azules, los carteles de publicidad que ofrecían una realidad diferente, y algo más. Hubo algo en ese vagón que llamó su atención; algo que no pudo nombrar.
Tenía forma de cuadrado, era muy similar a las puertas pero más trasparentes y de menor tamaño. También se diferenciaba de las anteriores por la cantidad que había allí dentro. Contó ocho en total de cada lado. “Los toqué”, me dijo, “eran fríos y sucios, y algunos se encontraban como por la mitad, como si una parte les faltara”.
No pude entender bien a que se refería, pero la sensación que describió luego me facilitó las cosas. “Cuando el tren comenzó a moverse y salimos de la terminal una fuerte luz entro por esos agujeros, y una brisa también. Nunca pensé que se podría sentir una brisa en esos oscuros vagones que visito cada mañana”. Y fue luego de pronunciar esa frase que entendió algo muy importante; no tenía idea de que era eso que describía sin nombre, ese pasaje de luz y brisa le permitía ver cuan terca y rutinaria había sido en los últimos tres años.
Esa mañana no pudo dormir. Un pensamiento la atrapó y la acompañó hasta mucho después de haber abandonado la estación de Liniers. Descubrió que con solo un pequeño esfuerzo más se puede terminar con un malestar, con una fea sensación.
Esa mañana ella entendió que a veces el ahogo y la oscuridad cega, ocultándote otras realidades, tal vez más interesantes o no, quién sabe. Lo que sí es seguro es que si no intentaba ese día probar un nuevo recorrido, tal vez nunca hubiera conocido esa luz y esa brisa, que sólo una ventana anónima puede proporcionar.

Camila Müller

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