2 de octubre de 2007

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Sobre la propiedad intelectual

“Perdón por este garabato. Nada hay en mi cabeza, excepto una indecible confusión”
Samuel Beckett

El presente texto pretende ser un comentario en torno a las problemáticas relacionadas con la propiedad intelectual, un tema que resuena cada vez que se pone en duda la autenticidad de la obra de algún artista reconocido y que implica cuestiones éticas morales y sobre todo sociales.
En mi opinión, creo que es errado aplicar lógicas propias del mundo de la propiedad privada, al mundo de la literatura y el arte: la relación se torna incompatible. Es por esto, creo que es aquí en donde reside el problema de las discusiones acerca de la propiedad intelectual. Y, en caso de aceptar la “idea” de que existe una propiedad intelectual, ¿Cuáles serían los parámetros y límites que establecen la propiedad de las producciones literarias y artísticas? Nadie tiene el abecedario comprado…
En primer lugar, mientras que los orígenes del arte y la literatura nos remiten a miles de años atrás, la propiedad privada es un invento moderno, creada tras el fin del antiguo régimen y consolidándose con la revolución industrial. La diferencia de tiempo es abismal e irrisoria. Es verdad que la propiedad existía antes del capitalismo, pero no en la misma forma y de la misma manera con que hoy recae sobre las obras de arte.
De todos modos sería muy ingenuo el hecho de pensar que la incompatibilidad se debe solo a esta razón ya que el arte desde sus orígenes experimentó infinidad de mutaciones, se fue enriqueciendo con el paso de cada año, así como sus concepciones fueron cambiando dependiendo de la época. Pero, en este caso, considero la convivencia imposible; la sociedad capitalista al establecer una propiedad intelectual logra ni más ni menos que olvidarse de aspectos que afectan a la esencia del arte. Y todo, por el simple objetivo de que las obras pasen a integrar parte de las filas del mundo de las mercancías.
Por otra parte, creo que nadie tiene el derecho de proclamarse dueño de las palabras dado que éstas, sumadas a las ideas y frases que podamos formar con ellas son una producción colectiva y dinámica. Todo el tiempo, cuando hablamos, escribimos o leemos solicitamos un préstamo; tomamos prestadas palabras, ideas, formas de decir y escribir y a su vez también somos participes y artífices de sus transformaciones. A cada frase que pronunciamos resuenan las voces de millones de personas. Aunque sí, también se podría concebir a las palabras como una herramienta que cualquiera puede usar para producir una combinación única, para luego enorgullecerse con su autoría. Sin embargo, siguiendo esta misma lógica de producción capitalista, para poder utilizar el alfabeto, uno podría decir que antes de hacer uso de las letras se debe pagar el derecho a los fenicios, a los griegos, a los latinos y a otro centenar de civilizaciones más que mucho han tenido que ver con la invención de la escritura. ¡Que suerte que a nadie se le ha ocurrido patentarla aún!
Pienso que la humanidad es competitiva por naturaleza, o por lo menos nosotros, los occidentales. Nuestra vida está plagada de concursos. Sin embargo, el arte no debería prestarse a este tipo de prácticas. Es donde más resurgen las disputas de autenticidad y autoridad sobre las obras cuando hay un premio de por medio (ni hablar de dinero), o bien también cuando se tiene la posibilidad de verse por encima de otros. Y mantengo mi postura en primer lugar objetando que como todos sabemos, “sobre gustos no hay nada escrito”. ¿Cómo hacemos para decidir si una obra de arte es mejor o peor que otra? ¿Quién dice si un cuento es más o menos feo, más o menos aburrido, más o menos bello, etc.? Y, ahora acercándonos más a la cuestión de autenticidad, y preguntándonos como lo hace Elsa Drucaroff (docente, novelista y crítica literaria) en un artículo relacionado al tema, ¿cuándo hay intertextualidad y cuando simple plagio? A mi entender es imposible distinguir entre las dos situaciones, dado que cuando el autor plagiado escribe su obra en un primer momento, el también está pecando de plagio.
Según el diccionario de la Real Academia Española, el plagio consiste en “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. Pondré el acento dos palabras: ajenas y propias, y volveré a repetir que las obras no son de nadie. Los nombres de los autores solo nos remiten a diferentes textos, no más. Toda lectura que hagamos será una reescritura única y diferente a las demás que se puedan hacer sobre un texto, eso es la intertextualidad.
Cada lector vinculará lo relatado con sus propias vivencias, lecturas anteriores, prejuicios, etc. y no necesariamente con lo que había en la cabeza del autor al momento de la redacción. Todo lo que el autor dice es lo que está escrito; el resto queda librado a la interpretación.

Lisandro Argañaraz

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