26 de diciembre de 2007

40

Ituzaingó

*Foto 1: Las vías del tren aparecen vacías ante mi vista, el tren ya se había ido… sólo queda una imagen lejana de aquel transporte en el que viajaba, queda simplemente el vacío… unos cuantos rieles que se estiran hacia delante, van de a pares, y dibujan un camino que se desvanece en el horizonte. El pedregullo se pierde entre los durmientes, que van desplegándose uno a uno a lo largo de las vías… vías que parecen mezclarse en algunos lugares, pero no, son los desvíos que toma el tren para cambiar de rumbo. Algunos árboles se asoman por los lados, pero son pocos y de pequeño tamaño; algunos poseen un verde manzana en sus hojas, que indica que la primavera está cerca, otros hace rato perdieron sus hojas por el otoño que está despidiéndose. Desde el lugar en el que me encuentro puedo observar algo que va más allá de las solitarias vías… más allá de esos alambrados grises que las bordean por los costados, marcando un límite entre ellas y el otro lado. Es el lugar que se encuentra a los lados de la vía, por fuera de los alambrados… es el macizo pavimento que recubre las calles laterales, por donde transitan los aglutinados autos; son las casas que están como pegadas unas con otras: se ve una escenografía zigzagueante de techos, terrazas, tejas, carteles colgados en los frentes de algunos negocios. Pero hay algo que me llama poderosamente la atención, y es que no encontré ningún edificio de varios pisos como en otros sitios que he visitado antes. Lo más alto que puedo ver son unos pinos, a lo lejos. ¿Y más alto? Algo bellísimo, el cielo, vestido de un celeste pálido en degradé, acompañado por nubes blancas que parecen pintadas, como de decoración.
Todo parece como una imagen de embudo, pero es la perspectiva que me engaña.
Mí llegada hasta las vías: Me levanté por la mañana, tenía que partir hacia aquel lugar. Alguien pasó por mi casa a buscarme, era quien iba a acompañarme en mi viaje. Vamos caminando hacía la parada del colectivo, tenemos que tomar el 343 que va para Ciudadela. Subimos al colectivo y nos sentamos atrás. Durante el trayecto, sólo miraba por la ventana y hablaba con mi compañero. Cuando me quedaba pensante, aparecía en mi mente el momento de llegar y nada más. Ya habían pasado cuarenta y cinco minutos desde que partimos. Llegamos a la estación de tren, del ferrocarril Sarmiento.
Ese día el tiempo nos jugaba una mala pasada, perdimos un tren y luego estuvimos casi media hora más esperando que apareciera otro. Caminábamos por el andén, charlamos, nos sentamos, compramos algo para comer y pasar el rato. Más tarde, sentimos una fuerte bocina que se acercaba cada vez más. Ahí estaba, el tan esperado tren. Subimos sin apuro, no había mucha gente como lo hay de costumbre; ¡tuvimos suerte y encontramos asientos! Allí sentía cierta somnolencia, sería por la pesadez del ambiente, o también por el solcito que pegaba en mi ventana. Luego me despabilé, cerca estaba la estación donde debíamos bajar. ¡Finalmente llegamos! Era la estación de Ituzaingó.
Una vez que bajamos del tren, subimos a un puente para pasar del otro lado de la vía; ahí me quedé, no quise caminar más, simplemente miré… contemplé por un instante el paisaje que podía ver desde aquel lugar: las vacías vías, del tren que acababa de pasar.
Sonido: al partir el tren, escuché una fuerte bocina, que indicaba que el tren debía partir hacia la siguiente estación.

*Foto 2: Parece la entrada a un frondoso jardín que me invita a pasar por allí, todo está cubierto de verde, todo está tranquilo y no veo a nadie pasar. Por un camino de grises baldosas me interno para ver un poco más de cerca; encuentro un banco pintado de blanco y de bordes color ladrillo, el banco se me hace muy familiar, como si lo hubiera visto en algún otro lugar. Desde el sitio, donde me quedé parada viendo aquel banquito, pude observar una imagen de postal; el tupido pasto que rodeaba el camino se extendía como una alfombra a mí alrededor, sobre él también se erigían exuberantes árboles. Simples arbustos, con sus flores de pálido color, un tenue blanco, crema, cobre, que los embellecían. Los típicos árboles de grandes copas, unos con un verdoso follaje, otros con sus simples ramas vacías que se extienden a lo alto, como si buscaran llegar al cielo. Las palmeras deslumbraron mi visión, no por ser el plano principal, sino porque se intercalaban, en diferentes tamaños, en aquel gigantesco jardín. Todo ello parecía pintado para un cuadro. Por encima de ese paisaje natural, volvía a apreciar algo que vi no mucho antes. Un cielo, que está vez tenía un color más fuerte, un celeste como el de la bandera de mi nación. Ya no había muchas nubes, sólo algunas, de un blanco algodón.
Detrás de todo ese pasaje que maravillaba mi visión, percibí algo más. Eran negocios que se encontraban del otro lado de la calle, decorando el fondo de la imagen. Me hicieron volver a la realidad, ya no estaba en un bosque, estaba en la plaza de ese barrio.
Mi trayecto hasta la plaza: Luego de ver el tren que se iba a lo lejos, bajamos las escaleras de cemento, y caminamos. Lo primero que observé en la primera cuadra caminada, fue una panadería con muy poca gente, arriba había un gimnasio pero estaba cerrado, como la mayoría de los negocios ese día. Íbamos hablando, él era como un guía turístico, me mostraba los lugares, y ya sembraba cierta expectativa de lo que me encontraría. Cruzamos la calle, caminamos una cuadra más. Ya no eran sólo comercios los que veía, aparecían casas, no muy diferentes de donde vivo, pero el sitio en sí si era diferente. Antes de llegar a la esquina puedo ver algo bellísimo, una plaza. Dejamos pasar algunos autos que rondaban por allí, y finalmente cruzamos hacía esa vereda donde caminé unos pasos más, seguida por mi compañero, y le dije que quería detenerme un momento ahí. Suspiré, y respiré profundo otra vez. Tuve una sensación de alegría al estar en contacto con algo de naturaleza. Sólo deseaba quedarme un instante más… y disfrutar de esa sensación que recorría mi cuerpo.
Sonido: Fue el canto de un pajarillo el que hizo cerrar mis ojos y escuchar la brisa que me hacía una caricia.

*Foto 3: Aquella construcción llama mi atención. Era algo que no veía hace mucho tiempo, desde que terminé el secundario. Unos árboles de tronco fino y de hojas livianas que movía el viento, cubrían un poco la visión de ese lugar. A un costado de la ancha vereda había un banco parecido al de una plaza, todo de color blanco, pero sucio, porque estaba a merced del clima y de la gente que pasa por allí; justo frente a él se encontraba la imagen de una virgen como empotrada dentro de la pared; la imagen era pequeña, representaba un simple altarcito.
Más adelante unas escalinatas de piedra oscura se levantaban del suelo, y daba pie a una gran entrada. Allí había algunas personas, un hombre de mediana edad, sentado y otro parado junto a su bicicleta. Quizás esperaban entrar, quizás sólo descansaba un poco. Las entradas eran tres, una enorme puerta en el medio, con su extremo superior en forma de parábola, y a los lados unas engrosadas columnas blancas que sobresalían un poco de la pared. Las otras dos entradas se encontraban justo a los costados de la principal, eran exactamente igual a aquella, sólo que de un tamaño menor. Todas se juntaban por una estructura que terminaba en lo alto en forma de triangulo, como una suerte de techo adornado con tejas; era parte del frente de la iglesia, toda pintada de blanco y con las puertas de madera. Este gran frente ocupaba buena parte de la vereda, como si fueran dos o tres frentes de una casa de tamaño medio.
Por encima de esta estructura había algo más. Una pared, también de importante tamaño, que contenía una pieza que solía utilizarse en tiempos añejos. Era un Vitro, no se podía apreciar muy bien el dibujo que formaba, pero sí se estimaban los típicos vidrios de colores que ilustraban parte de esa obra. Encima de aquella obra artística, unos trazos de líneas de material componían una figura, una cruz. Ese símbolo fue el que determinó que me encontraba frente a una iglesia.
Mi encuentro con la iglesia: En el momento en que volví a la realidad, mi compañero me miraba, todavía estábamos en la plaza. Me dio un poco de vergüenza, le dije que quería seguir caminando. Lo tomé de la mano y emprendimos nuestro andar.
No fuimos muy lejos, el recorrido fue tan sólo cruzar la calle. Desde allí ya la podía ver. Me trajo recuerdos, quise apreciar el pasar por ese lugar… la miré desde la vereda de enfrente. Sólo pensaba en meditar un momento, me dieron ganas de entrar, pero no pude. Sentía que no era el momento, que tendría que dedicarle su tiempo. Ahora debía seguir con mi recorrido.
Sonido: No escuchaba nada, en ese momento, quizás sólo confundía el murmullo de las personas que estaban cerca de mí, con el viento.

*Foto 4: Comencé viendo el semáforo y el reloj de pie que estaba delante de mí, eran como los teloneros de lo que se encontraba por detrás. Esta vez, desde una esquina, las veredas se veían aún más anchas, y había muchos arbolitos que desfilaban en hilera por ellas. Lo que podía apreciar en ese escenario no era más que otro edificio que devolvía a mi mente, recuerdos de una felíz infancia. Era un gran establecimiento, tenía seis columnas blancas de poco grosor que servían de sostén; presentaban el frente del lugar, y daban paso a una galería. Allí se encontraban los portones, que tenían un color verde oscuro; eran cuatro, para que todos pudieran ingresar sin empujarse.
Las paredes estaban escritas; era una combinación de graffitis y dibujos raros que no logré distinguir. En la pared lateral del lugar, también había algunas ilustraciones, pero éstas no eran malintencionadas, eran murales hechos de manera prolija. Lo que quedaba de las paredes estaba pintado de blanco, y la parte superior forrada con pequeños ladrillos a la vista.
No pude escuchar el sonido de la campana, no pude ver a los niños corriendo por llegar, no era día de escuela, todo estaba vacío, todo estaba cerrado. Pero una vez más allí estaba, quien me sigue por todos los paisajes que visito, su celeste no cambió, sigue igual, como las nubes que lo acompañan.
Mí llegada a la escuela: Cuando dejé la iglesia atrás, ahora fue mi compañero quien me tomó de la mano y me tironeó para caminar. Lo notaba muy entusiasmado por mostrarme algo, yo miraba a mi alrededor, pero no podía ver nada que me llame la atención, algunas casas, la plaza que quedó atrás, pero nada más. Al llegar a la esquina, paramos. Sólo habíamos caminado unos metros luego de la última visita. Y ahí me la señaló. Era un colegio, donde él había ido de chico. Mi emoción cambió, a veces pensaba en cuanto extrañaba ese lugar, los momentos felices y divertidos que pasé allí. Crucé a la esquina de enfrente, quería verla en su totalidad, y ahí me quedé volando a lo lejos con mis recuerdos.

Sonido: De repente bajé nuevamente a la realidad, suelo irme por largo rato, era mi amigo que me llamaba. Crucé la calle y me reuní con él para continuar.

*Foto 5: Es un lugar muy común, por donde pasmos todos los días. No es una simple vereda, es la calle misma. Como quería una buena vista de ella, me paré en la mitad y miré hacia lo lejos. Principalmente se destaca el asfalto gris, lugar por donde han pasado miles de autos, colectivos, personas. Se nota que es antiguo, las grietas no mienten. Allí se refleja el sol y la sombra de algunos árboles. Es como un camino sin fin. No percibo el horizonte, sino que más bien veo un túnel hacia el final. Los costados están mojados, es el agua que sale de las casas y desagota directamente allí, en la zanja. Las ruedas de un auto rojo que está parado a mitad de cuadra, están mojadas también.
A los lados de la calle, las veredas comienzan luego del cordón, en algunos casos, con verdes alfombras de pasto que las decoran, en otros con ornamentales baldosas de diferentes diseños y colores. Sobre ellas se erigen unos cuantos árboles de grandes copas, pero con algunas pocas hojas que están floreciendo, esperando por la vivaz primavera. Sin embargo, estas arboledas, también forman parte de ese túnel que antes mencioné; en lo alto de sus copas se juntan de un lado y del otro, acercándose para cubrir la calle. A lo lejos, la perspectiva me deja ver esto. Desde donde estoy parada, puedo ver perfectamente el sol que encandila mi mirada. Y allí mismo sigo viendo el cielo, otra vez con un tono de celeste más pálido que se mimetiza con las nubes.
Por la otra calle perpendicular a mi, veo una persona cruzar, no me ve, estoy alejada de su vista… solamente sigue su camino.
Mi encuentro con la calle: Mi mente ya había recordado bastante, quería ver otra cosa, pero que esta vez fuera diferente. Caminamos nuevamente, no se me ocurría algo original. Miraba las casas, los autos que pasaban, alguna que otra persona que andaba por ahí. Fueron casi dos cuadras, no podía creer donde me encontraba. Quizás fue una loca idea, pero vi una calle que me llamó la atención y simplemente quería apreciar ese panorama. Dejando a mi compañero en la vereda, crucé la calle, pero no llegué hacia el otro extremo, me quedé en el medio, parada. Y allí simplemente observé, como lo había hecho con los otros lugares que visité.

Sonido: Ahora no había eco de ningún pájaro, no había personas hablando, no había autos pasando. Solo escuché el susurro de la brisa de esa tarde…

Georgina Vicente

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