10 de diciembre de 2007

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Proyecto narrativo: “Dos perlas”

Aquella noche, motivados por la música, una buena cena y el abuso del alcohol, mi amiga me confesó la razón de por qué su vida había cambiado tanto y tan de golpe. Nosotros, y digo “nosotros” incluyendo a los amigos, conocidos y a mi, sabíamos que algo de gran magnitud había ocurrido, nuestra amiga no era tan dinámica como para romper con todos los esquemas de la noche al día. Y digo “de la noche al día” por un particular motivo.
Mi amiga (mantendré su identidad en absoluto silencio) vivía cerca de casa con su marido y sus dos hijas de cinco y siete años. Desde hacía casi diez años trabajaba para una empresa que tenía algunas cabañas por el sur del país, más precisamente en Neuquén, Río Negro y Ushuaia. Ella solía viajar cada mes a alguna de las provincias a controlar todos esos temas contables que no detallaré ahora. Su vida era lo bastante rutinaria: lavaba ropa, planchaba, preparaba el desayuno, llevaba a las nenas al colegio, iba a la empresa, almorzaba todos los mediodías la misma ensalada con cualquier agua mineral, iba al gimnasio, cada tanto practicaba la infidelidad conyugal (Ernesto, su jefe de sector, hacía buenos regalos luego de una intensa tarde de sexo) y volvía a casa a preparar una cena llena de amor (como ella decía) pero no sin antes pasar por el mercado.
En reiteradas oportunidades le pregunté si era feliz, por lo general suelo cuestionarme la calidad de felicidad en las personas, y ella, llena de gracia y convencimiento, respondía sin dejar espacio a la duda que sí. Amaba a sus hijas, al hombre que la acompañaba hacía ya quince años aproximadamente, a su casa, a su perro y al hámster de las nenas. La más grande de ellas, Bea, es mi ahijada. También amaba su trabajo y valoraba que una vez al mes tenía que hacer un largo viaje en micro para llegar a otras sucursales administrativas, sacar un par de cuentas y luego pasear un poco y comprar cosas... las mujeres siempre encuentran qué comprar. Mi adorada amiga alegaba que casualmente esos viajes la arrancaban de su realidad como un troquelado de papel y la obligaban a descansar del resto de las obligaciones. Es lógico.
Como ven, nada estaba mal, todo se encaminaba de la mejor manera y si existiera un premio a la familia tipo del año sin dudas sería de nuevo para ellos... aun así, de repente algo sucedió, algo que cambió todo en días nomás o hasta en unas pocas horas parecería...
Aquella noche, motivados por la música, un postre de chocolate frío, una seguidilla de copas de vino y la picardía que nos causaba juntarnos después de unos meses, ella habló y contó todo.
Faltando unos días para navidad, tuvo que viajar hacía Neuquén para cerrar unos contratos... unos bungalows nuevos que se sumaban al proyecto de alquileres temporarios. El viaje, inesperado en esa fecha, la incomodó lo suficiente robándole el entusiasmo de viajar... no sólo porque las nenas estaban expectantes por los regalos sino también porque el calor la ofuscaba tanto que borraba de su rostro la más delicada sonrisa fingida.
Pasado el mediodía, subió al micro, se sentó programadamente del lado de la ventana (era un requisito indispensable para viajar) y prontamente comenzó a hacer crucigramas mientras en sus oídos sonaban algunas músicas que por propio gusto personal no mencionaré. Entre sus piernas llevaba un bolso y dentro la agenda, maquillajes, algunos papeles, fotografías y otros discos. Sobre las piernas, un sweater... sabía bien que les agarraría la noche en la ruta y que camino a Neuquén hace frío sumado a que en los micros existe cierto fanatismo por mantener el aire acondicionado hasta formar una delgada capa de hielo sobre los vidrios. Los primeros kilómetros recorridos son siempre los más aburridos, el coche va lento, los pasajeros no dejan de hablar y se desesperan por usar el baño y acabar con todo el jugo o el café que antipáticamente se ofrece.
Mi amiga recién notó en la localidad de Azul que a su lado viajaba una joven. En Azul hay una parada y la gente acostumbra a salir a comprar algo en el bar, a caminar un poco o fumarse un cigarrillo a la sombra del alto micro. Mi amiga en un comienzo no quiso bajarse, veía que afuera el sol cubría todo y que haría demasiado calor, aparte la sensación de desolación en el medio de la ruta no le simpatizaba demasiado; sin embargo a último momento se apresuró en dejar de lado su promesa de no fumar y salió, tratando de no acercarse mucho a nadie para no socializar. Era notable ver que las demás mujeres, también pasajeras de su viaje, rápidamente habían formado amistades y paseaban de una punta a la otra sus anécdotas, sus hijos, sus carcajadas o se convidaban mate y galletitas mientras ocupaban algún banco bajo el alero del kiosco. Es necesario aclarar que mi amiga no busca charlas porque según ella “las personas hablan mucho en los viajes y yo quiero ver la película que pasan...”
Cuando le daba el último pisotón al pucho y a la vez expulsaba el terminante humo que de su garganta salía para subir al gran coche blanco, vio venir a su compañera de asiento. La joven veinteañera paseaba tímidamente su cuerpo redondeado bajo el sol, nada le importaba, venía con desenfado dando firmes pasos aunque algo torpes, trayendo en sus manos una radio y columpiando su larga cabellera negra. Antes que esta jovencita llegara a la puerta del bus, mi amiga ya yacía en su asiento concentrada en su nuevo crucigrama y cuando la mujer joven llegó a su lado para sentarse ambas intercambiaron miradas, un desnutrido saludo y entre pobres sonrisas comentaron que “allá” hacía mucho calor, que era un típico día de diciembre y que el cálido viento levantaba tanto polvo que era imposible disfrutar de esa corta libertad.
Como es de preverse, la espera para que el micro vuelva a retomar su viaje siempre se hace larga. Los pasajeros son haraganes, fuman todos a la vez, se pelean por comprar todos juntos o por usar el baño de la estación. Después tardan en acomodarse en sus lugares y dejar de gritar y finalmente llegan los últimos minutos de espera con el motor del gran carro ya encendido. Al fin y al cabo, el chofer es el que más se retrasa... y esta espera es generadora de diálogos, todos los que viajamos lo sabemos, y más entre mujeres... y mucho más aun entre mujeres que están solas.
Antonia Gómez también iba camino a Neuquén, allá tiene a sus padres y suele ir a visitarlos, “ellos son buena gente, acompañan, contienen y le regala unos mangos”. Antonia no es interesada, pero visitar a sus padres y recibir una ayuda económica le da un empujón sustancial para luego vivir a la distancia con su nueva familia. A su corta edad, esta chica ya era madre de una niñita y transitaba los primeros y seguros años de la convivencia en pareja. Cuando no era presa de su hogar, Antonia trabajaba de noche en un bar, limpiando mesas y haciendo otras tareas.
Mi amiga y Antonia comenzaron rutinariamente hablando del tiempo, de lo costoso que estaban los pasajes, de lo feo que estaba Neuquén capital y de por qué viajaban. Ambas experiencias personales lograron que a los treinta minutos estas mujeres ya hubieran perdido la formalidad y que para hablarse habían torneado sus cuerpos amablemente. Cuando la noche comenzó a caer, las sorprendió el inicio de una trillada película romántica y el comentario obligado por parte de estas pasajeras. Ambas coincidían en que no hay nada más disgustante que alejarse de los hijos, dejar a los maridos solos y en que Julia Roberts tenía una sonrisa que verdaderamente invitaba a la envidia. También compartieron historias con respecto a la comida horrible que dan en los micros de larga distancia. Los sándwich siempre son los mismos y las galletitas de agua son algo acartonadas.
Mi amiga había comprendido que tan mal no estaba tener una amistad pasajera, después de todo, estos viajes son muy largos y las esperas en las paradas se hacen agotadoras. También agradeció que su compañera fuera Antonia, que tantas cosas en común tenían, como el amor por sus familias, y no una mujer como Laura, su vecina, que era un ser completamente vil y con tendencias a la auto depresión y al contagio colectivo de la misma. Laura apestaba a berenjenas (Antonia se desesperaba en taparse la boca para no dejar escapar sus risotadas y despertar a alguien) y lo peor y que hacía sentir culpable a mi amiga era que sus nenas iban a quedarse con esa señora desde que llegaban del colegio hasta que la niñera las buscara. Serían dos horas traumáticas para las niñas y nada mejor que resarcir tantos daños con hermosos regalos. Antonia le recomendó un sitio de artesanías muy especiales para regalar a las nenas, ella también llevaría algo a su hija, aunque más no sea unas golosinas o revistas para colorear.
La medianoche encontró al micro parando en Cutral – Có. Aquí, muchos pasajeros bajan y siguen sus caminos y otros pocos suben rumbo a Neuquén, lo cual estaba a dos horas más de viaje aproximadamente. Esta parada obligada se caracteriza por su insignificancia... unas pocas personas, solo un bar abierto las veinticuatro horas y un puesto de diarios y revistas atendido por un viejo borracho que trata mal a los perros que por ahí duermen. Nadie habla con nadie y los pasajeros prefieren dormir que salir a pasear sus poco ánimos y cansadas apariencias. Mi amiga, a esta altura del viaje y estimulada por la poca expresión de la noche, salió a tomar un agrio café en el bufete, siempre manteniendo una mirada de alerta y control sobre el micro... nada detestaría más que tener que correr para que no se la olviden allí. Lo curioso fue cuando luego de treinta y ocho minutos el micro seguía ahí, inmovilizado y cubierto de silencio. Desde el bar se podía ver las cabezas de los pasajeros reposando, algunos dormidos, otros en la clásica calma, y la puerta del micro abierta a la espera de quién sabe qué. Mi amiga no perdía de vista la puerta mientras daba cortos sorbos al segundo café y encendía su cuarto cigarrillo. Cada tanto miraba de reojo al televisor que estaba en la pared y emitía imágenes de un noticiero deportivo. Nada le aburría más que los deportes. Entre sorbos, vio que del micro bajó Antonia, abrigada, con cara de dormida y como buscando algo. De hecho buscaba a su compañera y cuando se interceptaron desde sus lugares ambas dejaron escapar una sonrisa cómplice. Antonia buscaba a mi amiga y ella lo sabia.
La razón por la cual el viaje no continuaba era que había un desperfecto en el medio de transporte y la pronta solución era esperar a que se repare en unas horas o que un micro proveniente de Neuquén fuera a buscar a la totalidad de pasajeros varados para darle fin al recorrido. Como es sabido, ante estas situaciones la gente se desborda, las personas se enojan y en segundos se quejan a los gritos para que les devuelvan el importe del pasaje. Mi amiga y Antonia compartían el fresco viento que movía a los sauces que decoraban la estación y apartadas se reían de todo. Comprendieron que había que esperar dos horas, quizás tres y que a pesar de eso la noche se prestaba para no despreciarla, sino más bien para disfrutarla.
Dieron unos cuantos pasos hasta alejarse por completo de la luz que de la parada de micros salía, ya no se oían voces ni estados alterados, no se sentían las vibraciones de los motores trabajando, sólo se percibía el viento acariciando a los árboles y pasando entre los lacios cabellos renegridos de Antonia y los colorados rizos desarmados de mi amiga y así, tras unos cuantos pasos y sin perder de vista al pequeño centro luminoso caminaron bajo la luna. Esta situación también ameritaba de comentarios arbitrarios acerca de la noche que era romántica por excelencia: la luna, la suave brisa fría, el desafío de andar con poca ropa, el olor de las flores que se mezclaba con los perfumes de ellas y el silencio, la caminata de novela sobre la ruta vacía y la sensación de libertad que poseía a estas mujeres. Cuando decidieron emprender el regreso notaron que allá, donde antes hubo una revuela, ahora estaba todo calmado, los pasajeros estaban dentro del micro, el bar estaba más oscuro y sólo se veía la luz que el televisor dejaba escapar y que su dueña se encontraba apoyando los brazos sobre el largo mostrador donde atendía esperando que el sueño, como todas las noches desde hacía más de veinte años, acabe con ella.
Mi amiga parecía disfrutar cada paso de regreso que daba, eran lentos, espaciados y con cierta gracia. Antonia también caminaba lento pero manteniendo su torpeza habitual. Cuando llegaron a la estación fueron hacia atrás del bar, donde se encontraban los baños y rodeando al silencioso y oscuro bufete pasaron a un fondo donde la luna azulada iluminaba con más fuerza. Entre los pastos prolijamente cortados, algunos macetones con frondosas plantas y el sonido de la noche, encontraron un largo banco de madera que pretendía de humilde mirador hacia lo que la ruta ignoraba. Kilómetros de vacío, solo un pasto azul, árboles oscuros de copa blanca y una humedad que se sentía en todo momento. Las amigas se sentaron, sabían que la espera era larga pero que la noche las ayudaba y el banco aquel llamaba la atención. Mezcla de sigilo y pocas palabras, Antonia y mi amiga hablaban entre susurros de las cercanas fiestas, la vida familiar y los gastos que representaban las ornamentadas cenas de navidad y año nuevo. Como embebidas de la cotidianeidad y superadas por la perfección de la tenebrosidad, mi amiga tocó la rodilla de Antonia, luego se miraron fijamente pero idas y el tiempo se congeló. Las flores lanzaron más aroma, los pastos se detuvieron, las robustas copas de los árboles comenzaron a bailar suavemente y el calor comenzó a abundar.
No puedo hablar de minutos o segundos, la temporalidad no existía como tampoco existía la vergüenza y los limites; ambas mujeres se besaron eternamente, sus labios jugaban cuando chocaban, compartían ruidos, se mordían, se abrazaban, se acariciaban con las mismas caras, se besaban de nuevo y cada beso cargaba más fervor, pasión y combustión... sus labios ardían al ritmo de sus cuerpos. Pareció que jamás se preocuparon por nada, no importaba Neuquén, el ómnibus, los pasajeros ni la señora que ya dormía nerviosamente sobre sus manos detrás del mostrador del bufete.
Cada instante las encontraba más cerca, más unidas, como entrelazadas formando un solo cuerpo recortado sobre el cielo violeta y la luz de los lejanos astros. Sus manos se movían desesperadas buscando placer a cada centímetro, Antonia tocaba los enrulados pelos de mi amiga mientras continuaba besándola y mi amiga exploraba los senos de Antonia, se maravillaba con el efecto de su color moreno y la luz brillante que del cielo caía y se posaba sobre su torso. Las mujeres se amaron de todas formas, conocieron el placer de los cuerpos libres y desnudos, sintieron la humedad de sus figuras en las manos, en la boca y en todos lados, compartieron sus brazos y se movían al unísono con los árboles danzarines mientras sus cuerpos apretados uno al otro largaban los sonidos del sexo.
Realmente el mundo estaba detenido como la máquina más grande de todos los tiempos con todos sus engranajes avejentados, sus vidas habían hecho unas pausas para quitarse los tabúes y dejar fluir las emociones que ambas escondían dentro... la culpa no era de nadie, siquiera de la noche.
Les resultaba imposible dejar de recorrer las curvas de los moldeados organismos, no podían dejar de oler sus pieles, sentir con sus manos la textura del estremecimiento que ésta experiencia les causaba. Tampoco podían parar de besarse, intentaban desenfrenadamente comerse, querían poseerse por más tiempo, todo el tiempo que fuera necesario. Sus continuos ojos entrecerrados dejaban ver que sus identidades ya no estaban en este planeta y con utopía iniciaron el final de sus viajes. Violentamente comenzaron a jadear sin dejar de mantener sus alientos cerca, sus movimientos simulaban tiritar de frío en el abrumador calor que emanaban, sus dedos apretaban cada vez más fuerte lo que tocaban y el ritmo de sus respiraciones era en cada segundo más entrecortado.
Cuando ya no quedaba aire y los cuerpos sucumbieron en constantes sacudidas, estas dos mujeres brillaron como nunca antes y la luz hizo de ellas un cúmulo de manos, cabellos, sudor y calma.
Aquella noche, mi amiga me había contado todo, Antonia Gómez le había cambiado la vida y según ella “la había liberado”. Yo no sé si está bien o mal, no voy a juzgar si estas mujeres han tomado un camino erróneo o adecuado, mi amiga parece feliz. Ambas abandonaron sus vidas de siempre y viven juntas desde hace casi dos meses. Tengo entendido que sus maridos no están nada conformes con los repentinos cambios y que ellos mismos decidieron continuar con la crianza de sus hijas y mantenerlas lejos de sus madres. A mi amiga y a Antonia no les importó y son concientes de su egoísmo pero prefieren no pensar demasiado en ello.
Hace unos días, en el rato libre que me tomo para hacer el almuerzo en el trabajo, me fui con el auto a la ribera del río a tomar un poco de aire y ahí las vi, mi amiga y Antonia se encontraban alejadas del resto de las personas que parecían absorber todo el sol, y a la sombra de un extraño sauce estaban sentadas en el esperanzador pasto. No quise acercarme para no importunarlas. Mi amiga dejaba ver su incontenida felicidad... las mujeres parecen ser felices cuando sonríen todo el tiempo, juegan con sus cabellos, mueven mucho las manos y tocan con disimulo a quien aman. Sin embargo, posé más mis ojos, casi enceguecidos por los rayos de luz, sobre Antonia que sobriamente miraba el río, jugaba con una margarita y se dejaba tocar la espalda por mi amiga. Antonia tenía un rostro especial, morena de piel, de ojos inflamados como cansados y con detalles orientales y la sonrisa más cálida del mundo. Cuando ambas se levantaron del suelo para marcharse, pude ver como ellas miraron a su alrededor y cuando percibieron que nadie las veía se dieron un sencillo beso en los labios y mi amiga posó sus manos en el vientre abultado de Antonia y luego se miraron, sonrieron tímidamente y se fueron caminando lentamente hasta perderse en la barranca.

Daniel Francisco

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