9 de septiembre de 2007

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Objeto: los enfermos de lepra

Alguien: mi mirada como espectadora


Se ven extremidades de manos deformadas intentando enhebrar una aguja… me llama poderosamente la atención, estaba desconcertada y quería saber más. La gente del lugar, en Corea, hablan de ellos como si fueran monstruos sin derecho a una vida normal… sigo intrigada sin poder imaginar con lo que me voy a encontrar; llegamos a una isla, se escucha el sonido del agua y el lugar está calmo… caminamos hacia una especie de hospital, ahí estaban ellos dándonos la bienvenida a la isla Soroko: eran personas mayores de la época de la II Guerra Mundial, están enfermos… tienen lepra.

Sus caras tienden a tener deformidades en los labios y ojos, sus manos algunos casi no las tienen, otros intentan realizar trabajos de quinta con éstas en un estado deteriorado, sus pies también sufren estos síntomas.

Nos cuentan que pasaron casi toda su vida allí, algunos fueron diagnosticados con lepra en su infancia o adolescencia, otros lo descubrieron de grandes y fueron allí por sus propios medios; también nos hablaban sobre los mitos que existían sobre la enfermedad: cuando llegaban a la isla ellos eran esterilizados sin anestesia porque se les decía que la lepra era hereditaria.

Fueron maltratados y utilizados por el ejército japonés quienes le hacían hacer botas y distintos materiales para los soldados, les quitaban sus utencillos de comer para hacer balas. A ellos los dejaban morir de hambre, otros se suicidaban; si les preguntaban en que momento se sintieron mas felices respondían que no había felicidad, sus familias mismas los rechazaban, los ocultaban y los desmerecían igual que toda la sociedad, no tenían a nadie, no extrañaban nada ni a nadie. Algunos tuvieron la suerte de encontrar a alguien allí mismo y apoyarse en él… la mayoría no.

Comentan que hoy es distinto de ayer, de aquella época, porque reciben ayuda medica y los dejan salir de la isla pero con un permiso especial, y esto es lo que a ellos hoy todavía les molesta porque para salir de la isla deben llenar unos formularios y esto les cuesta por la deformación de sus manos; y la sociedad sólo les admite desprecio y los repugna porque los tratan de feos y porque son diferentes: si entran en un restaurante o en una peluquería los clientes se van, los miran mal ¿porqué?, sólo conviven con el mito de la enfermedad. Así termina todo, todo queda igual con unas manos dañadas no solo por los años que han pasado sino por esta enfermedad que los condena, así intentando una y otra vez enhebrar la aguja, fallando varias veces hasta lograrlo. La imagen se aleja como despidiéndose de la isla que contiene una dolorosa historia; ya se ve de lejos rodeada por el agua, no muy apartada de la ciudad, otra vez todo tranquilo y calmo.

Me regreso a mi realidad, el aire que corre en ese momento se hace pesado, hay un silencio cortante. Nos vamos, no hablamos, pero en mi mente aparecen algunas inquietudes, no sabía mucho de esa enfermedad, nunca vi casos así, pero… ¿cómo soportar vivir en esas condiciones tanto tiempo, sin un lugar propio, sin nadie que los acepte, sin nadie a quien extrañar? Solo se que siguen allí luchando por sus vidas y como decían muchos de ellos “esperar a morir para ir al Cielo”.

Georgina Vicente

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